Polaroid incluída en el libro "Desierto sonoro" (Sexto Piso, 2016).


DEBEMOS CONTAR HISTORIAS QUE NO SON NUESTRAS

Este artículo comienza una alianza entre Coolhuntermx y Obras de arte comentadas, cada mes publicaremos un contenido de su autoría en este espacio.

Me inscribí a un curso de narrativa latinoamericana contemporánea, y no hace mucho se nos pidió leer Los niños perdidos. Un ensayo a través de cuarenta preguntas (Sexto Piso, 2016). Buena parte de la sesión la dedicamos, más que a hablar del texto en sí, a reflexionar entorno a la autora, Valeria Luiselli (México, 1983). En algún momento el diálogo se concentró en el punto de si Luiselli era la persona más pertinente para contar las historias de la crisis migrante de 2014, si le era legítima alguna autoridad para hablar de una tragedia que, ante la condición de clase de la autora, le es por demás distante.

La discusión se quedó conmigo un par de días. Me pareció revelador que, aunque Luiselli trabajó como traductora para abogados que preparaban los casos de los niños migrantes, que recopiló los testimonios de estos niños que se internaban solos al territorio estadounidense, que presenció los vericuetos legales en los que se mueven los juzgados, finalmente, tras nuestras lecturas, la opinión general concluía que la autora parecía insuficientemente calificada para narrar el hecho porque ella nunca había atravesado una situación así.

También me resulta curioso que dicha inquietud de una presunta ilegitimidad reverbera incluso en la obra de la propia Luiselli. «¿Y por qué se me ocurre siquiera que puedo o que debo hacer arte a partir del sufrimiento ajeno?», se cuestiona una de las narradoras protagonistas de la novela Desierto sonoro (Sexto Piso, 2016), donde una documentalista radiofónica trabaja el tema migrante, estableciendo así un paralelismo con la vida de la autora. Luiselli se ha referido en diferentes entrevistas a este planteamiento ético, y explica que, si se permite hablar de temas que no son suyos, lo hace en respuesta a un llamado social proveniente del linaje de mujeres disruptivas al que pertenece, y de paso acredita una autoridad que, cada vez con más rigor, se les demanda a los creadores.

***

El año pasado, en Argentina generó cierto revuelo la publicación de Jellyfish. Diario de un aborto (Tusquets, 2019), de Carlos Godoy (Argentina, 1983), donde la narradora protagonista, una joven de 19 años, necesita hacerse un aborto en un país donde esta práctica es ilegal. Godoy sostiene que escribió este libro como una manera de participar en las agitadas discusiones proderechos en Argentina y que finalmente culminaron con el rechazo a la despenalización del aborto. Además Godoy propuso leer el libro como un instructivo para abortar con misoprostol2Jellyfish fue recibido con rechazo ante el empleo de una protagonista femenina por parte de un autor varón que jamás podría vivir una experiencia como la que narra en su libro.

La urgente reivindicación de voces que se hallaban en la periferia, así como la evidencia de los expolios que el mercado practica hacia diseños y expresiones culturales indígenas, han generado una aguda y necesaria atención hacia los productos que consumimos. Sin embargo, la denostación simplista hacia obras que generan incomodidad debido a que reconstruyen discursos ajenos -ya sea étnicos, de clase o de género- parece estar volviéndose una práctica recurrente. Preguntas como qué es lo que dice y de qué manera se dejan de lado para centrarse en el quién dice y desde dónde dice, en una especie de aduana moral de validación que aplicamos hacia nuestros artefactos culturales.

Si bien resulta insoslayable la posición de privilegio desde la que se enuncia la escritora mexicoestadunidense Valeria Luiselli, o lo problemático en aspectos de género que puede resultar que Carlos Godoy recree la voz de una mujer, me parece que el hecho de que ninguno de los dos llegue a experimentar el trauma que abordan respectivamente en sus obras, en ningún momento puede llegar a anular su capacidad para construir una digna representación ficcional de una voz otra, desde esa subjetividad que encarna un autor.

***

Alberto Prunetti menciona una serie de valoraciones que, considera, todo escritor que no quiera ser «un traidor de clase» debe tomar en cuenta al momento de escribir sobre temas sociales y que impliquen la representación de minorías: eliminar el victimismo, las historias-de-éxito, la superioridad moral. En ese sentido, y aunque la naturaleza del ensayo es la del realce de la subjetividad, en Los niños perdidos hay una voluntad de veracidad a partir de la apropiación de los recursos del reportaje y la crónica. En ningún momento existe condescendencia por parte de la autora respecto a los niños que entrevista. Además, ofrece valiosas reflexiones sobre la política migratoria, y busca ir más allá de la indignación al invitar al trabajo comunitario, a la organización, en este caso en auxilio a los migrantes.

En el caso de Jellyfish, me remito a lo expresado por Victoria García quien analiza las escasas aportaciones literarias y políticas del texto (desconocimiento del movimiento feminista argentino, caer en machoexplicaciones sobre el aborto cuando, al momento de la publicación del libro, eran numerosos los manuales para abortar en casa que ya circulaban en el país). García señala que no ve motivos a priori para descalificar la obra de un autor varón que emplea una voz narrativa femenina, un criterio así, afirma, resulta esquemático e ignora el potencial contestatario de la ficción, ese efecto estético de generar verosimilitud, y su capacidad de producir «puntos de vista disruptivos sobre el mundo»4.

Esto no quiere decir que se exima a los creadores de una ética al momento de ejecutar su trabajo. Ahí está el desastroso caso de Tierra Americana (Ediciones B, 2020), que generó tantas y bien ganadas descalificaciones. Anunciada mediáticamente como un acontecimiento literario, la novela exotiza el tema migratorio y demuestra un evidente desconocimiento de la cultura mexicana por parte de la autora, Jeanine Cummins (España, 1974).

La obra –como bien la diseccionó Alberto Chimal5– está llena de estereotipos, y si bien se presenta de antemano como una ficción, la autora sostiene que el texto toma como base una investigación que elaboró durante cinco años. En este caso, la falta de Cummins no reside en que no sea migrante, ni mexicana, sino que emplea la ficción sólo para reproducir el racismo que dice atacar. Como diría Ignacio Sánchez Prado, no importa desde qué lugar se escribe sino qué tanto se sabe de lo que se escribe6.

Coincido con Lorena Amaro cuando señala que «la escritura y la lectura deben preceder al encuentro con la imagen o la presencia física»7 de un creador. De ahí que la pregunta ¿debemos contar historias que no son nuestras? me parece tramposa porque, mediante un cuestionamiento moral, pone un énfasis desmedido sobre la figura autoral que termina por eclipsar a la obra. En una entrevista, Carlos Godoy menciona que «hoy en día el arte contemporáneo es la biografía, hubo un momento que la obra se separó, pero hoy más que nunca todo es la exposición de uno mismo». No hay razón de regresar a Vasari cuando ya estábamos en Barthes.

***

Debemos contar historias que no son nuestras si nos vemos impelidos por ellas, esa tendría que ser la única justificación. Las experiencias de vida de un autor no suponen un sentido único de interpretación, de modo que la valía de una obra no puede depender enteramente de qué tanto se está en posesión, o no, de una alteridad.


  • TEXTO: Roberto González Elizalde

Fecha de Publicación:
Miércoles 25/11 2020