EL MOLE POBLANO, CON SU PROFUNDAMENTE OSCURA SALSA DE CHILES Y ESPECIAS, ES AMPLIAMENTE RECONOCIDO COMO EL PLATILLO NACIONAL DE MÉXICO.

Domingo 09/07 2017

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FOTOS: CHMX / Cortesía
TEXTO: Hoja Santa

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Aunque sus raíces se han establecido con firmeza en la cocina mexicana, el mole es un producto de muchas migraciones. Además del guajolote, chile y chocolate, sus ingredientes incluyen semillas de ajonjolí y almendras de España, clavo, canela y pimienta de Asia, y, como un acompañamiento frecuente, arroz cocinado en estilo pilaf, derivado de Medio Oriente y África. Por lo tanto, el mole representa una expresión gastronómica ideal de la «raza cósmica» de José Vasconcelos.

Sin embargo, visto desde el mundo exterior, el platillo nacional de México a menudo ha aparecido como incivilizado. Los conquistadores españoles escribieron con asombro sobre los diversos mollis —estofados con sabor a chile— servidos diariamente al monarca azteca Moctezuma (aunque se sentían inquietos respecto al hecho de que podrían contener carne humana). El mole evolucionó durante el periodo colonial con la suma de especias, semillas de ajonjolí, nueces y carnes europeas como gallina, puerco y chorizo —¡a veces todas al mismo tiempo!—, con el fin de crear una comida digna de la nobleza española.

Mientras los cocineros mexicanos barrocos añadían a la cazuela la alacena completa, los chefs parisinos organizaban una «revolución culinaria» en contra de los elaborados y condimentados platillos de la Edad Media. En seguimiento a la época de la Ilustración Francesa, esta nouvelle cuisine racionalista separó los sabores por tiempos: platos fuertes salados, aderezos de ensaladas ácidos, postres dulces, y el amargo café. Un periodista moderno capturó la absurda esencia del mole, al menos a ojos parisinos, al compararlo con una versión de plato-único de la tradicional cena navideña francesa en la que se sirve pavo y chocolate —el ave rostizada como plato principal y el chocolate guardado para el postre como bûche de Noël. Sólo al final de la década del siglo XX, cuando los chefs modernistas de Barcelona de-construían las reglas de la gastronomía parisina, el mole encontró un lugar de vanguardia en la moda gastronómica global.

En cuanto a la imagen de la comida civilizada, por siglos la hegemonía francesa expuso a México como un forastero. A diferencia de la estandarización impuesta por los chefs Antonin Carême y Auguste Escoffier, quienes asignaron a cada platillo su propia y distintiva guarnición, la cocina mexicana tiene una diversidad regional infinita. Cada pueblo y región tienen su versión única de mole que los distingue. Como explicaba un evolucionado libro de cocina, los moles de Puebla y de Oaxaca «deben su particular gusto a las clases de chile que les agregan; pues para el primero, hacen uso de un chile dulce que le llaman mulato, y para el segundo, de otro que en Oaxaca llaman chilohatle». Diferencias étnicas de este estilo dividen a la nación mexicana; las recetas de mole, tanto poblano como oaxaqueño, eran salsas hispánicas espesas. Curiosamente el chocolate aparecía sólo en raras ocasiones en estas recetas previas. Los libros del siglo XIX ignoraban las versiones más indígenas tales como verde de Oaxaca, un caldo de chile verde perfumado con la fragancia incomparable de la hoja santa.

Incluso las versiones españolas del mole parecían inadecuadas para los sabores sutiles preferidos por los chefs franceses. Autores de libros de cocina mexicanos se quejaban: «algunas obras francesas han declarado la guerra a los estimulantes y principalmente al chile». La cocina mexicana fue marcada como incivilizada en lugares tan lejanos como Rusia, donde un invitado a un banquete describió una simple pizca de pimienta roja como el «néctar ardiente de los mexicanos».

Las élites mexicanas acogieron la cocina francesa como una forma de civilización; durante el Imperio de Maximiliano y Carlota, y en el gobierno Porfirio Díaz por igual. La sofisticada cocina continental se servía en los banquetes, restaurantes exclusivos y clubs sociales como el Jockey Club, ubicado en la afamada Casa de los Azulejos.

Mientras tanto, con frecuencia el mole era visto como un indicador del estatus de la clase baja. Por ejemplo, en la novela satírica modernista de José Tomás de Cuéllar, Baile y cochino, el arrogante don Saldaña es expuesto como un farsante cuando se descubre que come mole de guajolote y toma pulque.

Sin embargo, y a pesar de los alardes de sofisticación europea, el mole permaneció presente incluso en las mesas más francófilas. Concepción Lombardo de Miramón, la esposa de un prominente general conservador, en sus memorias recuerda que el primer encuentro de Maximiliano y Carlota con el mole los hizo llorar. La pareja imperial llegó a apreciar sus sabores sutiles: en un menú —sobreviviente— para un banquete del 12 de diciembre de 1865, se proclama al mole como la pieza central de la mesa imperial.

Décadas después, don Porfirio y doña Carmelita sirvieron mole negro oaxaqueño a los invitados de su residencia privada Casa de Cadenas. El menú no sólo reflejaba la cuna oaxaqueña del presidente, sino también un sentimiento de orgullo nacionalista y simplicidad republicana. Asimismo, la legendaria cocina del Jockey Club de México conservaba a una cordon bleu —francés para describir a una mujer hábil en la cocina doméstica—, en contraste con los chefs masculinos. En México esto se traducía en emplear a una mujer de Puebla, el centro simbólico de la gastronomía criolla, para que preparara mole y pipián para los miembros del club.

Incluso mexicanos que vivían en París necesitaban tener acceso a este afamado platillo nacional. José María Calderón y Tapia, el ministro mexicano en Francia, el 30 de marzo de 1845 recibió una breve nota de su primo Fernando Mangino la cual anunciaba una visita a la casa de un prominente comisionista mexicano: «Hoy vamos a comer mole de guajolote y tamales en el hogar de los O’Brien». A pesar del apellido irlandés, los O’Briens tenían gustos mexicanos.

El mole emergió de las sombras domésticas hacia la esfera pública después de la Revolución Mexicana de 1910. El ascenso del indigenismo le dio un nuevo valor a las influencias indígenas. Mientras tanto, el aumento del turismo gastronómico llevó a la comercialización a algunos platillos que antes eran considerados rústicos. Chefs de restaurantes consagraban Oaxaca como «la tierra de los siete moles», reduciendo así la variedad interminable de platillos festivos locales a una ronda semanal de comidas especiales. Al menos al hacerlo recuperaron más variedades indígenas, como el mole verde, que había sido ignorado durante el siglo XIX.

En años más recientes, el mundo restaurantero ha pasado por un mayor trastorno, lo que permite un replanteamiento global del valor del mole. La nueva cocina francesa de la Ilustración, alguna vez considerada natural y moderna en su búsqueda de platillos simples, ha sido reemplazada por una cocina modernista consciente —pionera en Barcelona—. Estos nuevos platillos de-construidos, inundados por espumas de sabor, yuxtaponen de forma nueva sabores y texturas inesperados, incluso cuando las especias y los chiles han ganado una nueva popularidad entre los gourmets más sofisticados.

A través de los últimos 500 años la cocina mexicana y su platillo más emblemático, el mole poblano, han sido moldeados por las olas sucesivas de inmigrantes, y han forjado una cocina verdaderamente cósmica. Las salsas indígenas molli y los banquetes medievales españoles proporcionaron los fundamentos para este platillo mestizo, pero eso fue sólo el inicio. Los migrantes africanos, asiáticos y de Medio Oriente también han impartido sus propios sabores especiales a la comida mexicana. Y después de siglos de recibir migrantes e influencias culinarias de alrededor del planeta, la comida mexicana se dispone ahora a conquistar los gustos de Norteamérica, Europa y el resto del mundo. París provee una ubicación adecuada para reflejar estos cambios. En el siglo XIX la cocina francesa dominaba los mejores restaurantes de la Ciudad de México. Hoy hasta los parisinos pueden probar el mole y otros platillos mexicanos en los restaurantes de su propio barrio, dando lugar a una reivindicación notable para la cocina nacional de México.

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