UN FANZINE BIMESTRAL QUE ABORDA MANIFESTACIONES DEL ESTILO Y MODA EN FORMAS IRREVERENTES, CRÍTICAS Y DESFACHATADAS.

Aunque no hay una estadística confiable, en todo el mundo, cada segundo sucede un acto de mal gusto. Desde París hasta Tokio, de Adís Abeba a la Tierra del Fuego, el mal gusto se extiende como una plaga que no respeta edad, sexo, credo o condición social. Nadie está a salvo. Como en casa del jabonero, o caes o resbalas.

El mal gusto es la manzana de la serpiente: darle una mordida parece inofensivo, un acto sin consecuencias. ¿Tiene algo de malo ponerse una sudadera fabricada con tela de jerga para pisos?
¿Oler a pachuli? ¿Tener un diente de oro? A diferencia de Adán y Eva, el ángel con la espada de fuego no llegará en el acto para expulsarnos a patadas y condenarnos a leer un manual del buen gusto. 

Durante muchos años usé pantalones de mezclilla planchados con una raya al centro de las perneras, como si fueran de vestir. El mal gusto llega por la puerta de atrás, de manera discreta, y se queda con nosotros durante muchos años, hasta que aparece un ángel justiciero: en mi caso, una chica señaló con sorna el «detalle» de mis jeans.

Me ruboricé. El mal gusto se comete sobre todo por omisión o desconocimiento. Es, en la mayoría de los casos, un hecho inconsciente pero no por ello libre de responsabilidades y condenas.

Por su carácter universal, el mal gusto se asoma en el hogar, en el trabajo, en el restaurante de la esquina. Tiene la forma de una vieja jerga que hace tropezar a la gente, el color de la balaustrada de la casa de junto, el olor del aromatizante “Chica fresita” y la textura de un tubo galvanizado que se usa como pasamanos.

Algunas manifestaciones de mal gusto son: escupir en la calle, dejarse larga la uña del dedo meñique para sacarse el cerumen o meterse perico; hacerse tatuajes con aguja y tinta china; usar mallones color carne o con estampados de piel animal; colocar un desarmador entre la ventanilla y la puerta de un Volkswagen; adherir crucifijos o figuras religiosas al parabrisas; referirse al coche con un nombre; ponerle cuernos a alguien en una foto o sugerirle a un niño que le pinte huevos a su tío.

La improvisación y el mal gusto son primos hermanos. Es el resultado de darle un uso equivocado a un objeto. Ejemplo: colocar un rollo de papel de baño en la palanca de velocidades o en el freno de mano del auto.

La forma cilíndrica de estos elementos le permiten al conductor girar el rollo siempre que tenga necesidad, pero no fueron diseñados para eso. Eso es mal gusto. En caso de dudas hay que aplicar la
regla de oro: «Nunca usar un objeto como si hubiera sido hecho para otra cosa porque será de mal gusto». Ejemplo: rascarse la espalda con un tenedor. No existen pensamientos de mal gusto porque no pueden valorarse o enjuiciarse, por más exagerados, rimbombantes o exuberantes que sean.

Así que existen dos caminos: aplicar la regla de oro o cometer actos de mal gusto en la conciencia

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  • TEXTO: Jorge Vázquez Ángeles

  • PUBLICACIÓN: Pinche Chica Chic

  • FOTO: Cortesía

Fecha de Publicación:
Martes 20/02 2018