Frontera Tijuana-San Diego.


SOBRE LA NECESIDAD DE LOS ARQUITECTOS PARA ENTENDER SU RESPONSABILIDAD POLÍTICA AL EJERCER SU PROFESIÓN

El número 79 de Arquine intenta articular un discurso sobre la arquitectura del futuro. Lo hace a sabiendas de que la mayor parte de sus lectores son arquitectos que practican, y diseñadores que verán en los más nuevos edificios diseñados por oficinas como Diller, Scofidio y Renfro, Sanaa o Zaha Hadid Architects, una fuente de inspiración para lo que la arquitectura de “autor” (para no decir de “estrellas”) será en la próxima década.

Agradezco a los editores que me permitan presentar una mirada radicalmente disonante de la arquitectura, tanto del presente como del futuro, así como sobre su responsabilidad activa en el desarrollo de una geopolítica neocolonial. Aunque los ejemplos que daré en la primera parte de este texto puedan parecer extremos y sólo representen una pequeña parte de la arquitectura —lo mismo le sucede a la arquitectura “de autor”—, mi argumento a lo largo de este texto se centra en la necesidad para los arquitectos de entender su responsabilidad política al ejercer su profesión.

Foto por Max Böhme vía Unsplash.

Algo particular de la ciencia ficción, literaria o cinematográfica, es su habilidad para mostrarnos más del presente que del futuro que finge imaginar. Algunos de los mejores ejemplos proféticos son obras que asumen por completo esta aptitud para criticar el presente. En la década pasada, tres películas capturaron particularmente cómo es la arquitectura del presente y, por extensión, del futuro.

Los hijos del hombre (2006), de Alfonso Cuarón; La Zona, de Rodrigo Plá; y Sleep Dealer, de Alex Rivera, ambas del 2008, informaron nuestra imaginación con una arquitectura que impone un mundo global donde a los cuerpos pobres y marcados por su raza se les impide cruzar ciertas fronteras. Los hijos del hombre tiene lugar en un futuro cercano en Inglaterra, donde los inmigrantes morenos y negros son arrestados y deportados sistemáticamente a zonas sin ley y militarizadas. El realismo de Cuarón muestra las celdas en las que son detenidos los cuerpos de los inmigrantes de manera cruda y no sin referencias a situaciones conocidas en el presente neocolonial del Norte Global.

La Zona dramatiza una comunidad cerrada mexicana cuya obsesión con la seguridad hace que sus residentes cacen a un joven intruso de un barrio de clase trabajadora vecino. Los muros que delimitan “la zona” del resto de la ciudad materializan de la manera más explícita cómo se organizan espacialmente la segregación social extrema. Sleep Dealer sucede en una maquiladora en la que los trabajadores mexicanos deben enchufarse a máquinas para controlar a trabajadores robots en los Estados Unidos. El imperialismo occidental y el capitalismo, así como la frontera entre dos países y, por extensión, entre el Norte y el Sur globales, se retratan mediante la violencia ejercida sobre los cuerpos.

La arquitectura militarizada de control que presentan estas tres películas tiene muchas semejanzas con las que actualmente se despliegan a alta velocidad en muchos sitios del mundo. Se construyen muros en las fronteras entre México y los Estados Unidos, entre la India y Bangladesh, Hungría y Serbia, Eslovenia y Croacia, etc. y, por tanto, en tanto tales, pueden representar cierta arquitectura “del futuro” pese a su elemental tipología.

El control espacial de los cuerpos en un contexto político de ingeniería de la identidad nacional, encuentra en el muro el dispositivo perfecto. Sin embargo, este dispositivo no debe leerse sólo mediante el espectro del control a la inmigración, sino también mediante políticas locales de segregación y apartheid.

En ese sentido, Jerusalén siempre me ha parecido la verdadera ciudad del futuro. Una policía fuertemente armada, numerosos cuerpos de guardias de seguridad privada, comunidades cerradas y militarizadas construidas en violación de la Cuarta Convención de Ginebra (los asentamientos israelíes al este de Jerusalén) adyacentes a barrios empobrecidos (palestinos) y, por supuesto, otro muro de ocho metros de alto separando esos barrios de otros a los que sólo puede entrarse por puestos de vigilancia militares. La ciudad es realmente el corazón del apartheid israelí.

Palestina.

Por supuesto, la lógica de esta estrategia de segregación racial sistemática que ya lleva siete décadas no nació en Palestina y el futuro es sólo la continuación de un pasado colonial. En ese sentido, no es extraño ver a un país colonial como Francia siguiendo el ejemplo israelí tras las matanzas de enero y noviembre del 2015 y de julio del 2016. Es así que París, una ciudad ya de por sí muy segregada, se ha ido acercando a la ciudad del futuro, Jerusalén.

El estado de emergencia, promulgado el 13 de noviembre del 2015, le ha dado mucha libertad al poder ejecutivo y a la policía, a expensas de la justicia. Aquí de nuevo el principal aparato de control es el muro, usado contra los manifestantes que se reúnen en oposición a la nueva ley del trabajo en la primavera del 2016 o contra los jóvenes de las afueras —banlieues— en las estaciones de policía fortificadas de los barrios segregados del centro de la ciudad.

El futuro parece ser sólo una continuación del pasado colonial en tanto los cuerpos, que son el objetivo de la violencia de la arquitectura, son en su mayoría los nietos de la última generación de sujetos colonizados por el imperio francés. Lo mismo puede decirse sobre la militarización de lo que podemos llamar “el espesor de la frontera” entre Francia y el Reino Unido en Calais. Los pocos miles de cuerpos que lograron huir de los países donde la guerra y las precarias condiciones económicas son subproducto del pasado colonial, se encuentran vigilados y controlados por muros y policía omnipresente en una zona de transición sin ningún derecho.

Cuando un arquitecto mira la llamada “jungla” en Calais y otras urbanidades auto-organizadas en el mundo y las llama “laboratorios urbanos del futuro,” puede tener razón, pero olvida incluir a la policía militarizada que explica la naturaleza de esos espacios de mejor manera que la falta de recursos para construir esos pequeños pueblos.

La arquitectura es un instrumento de dominio. Organiza cuerpos en el espacio con distintos grados de imposición, desde lo que aparenta ser de manera voluntaria a los grados más extremos de violencia. Los arquitectos y los diseñadores pueden no ser los inventores de ideologías y programas políticos coloniales o neocoloniales; pero son responsables de proporcionar las condiciones espaciales y territoriales para que se ejerzan.

Eso no quiere decir que la arquitectura no pueda servir a un programa descolonizador. Sólo que su función esencial se presta más “fácilmente” a que las condiciones del racismo (es decir, a una forma particular de dominio) se mantengan antes que disolverse. Puedo añadir que una arquitectura orientada contra un sistema dado de dominio contribuiría a producir nuevas normas que a su vez responderían a sus propias formas de violencia que, de nuevo, deberían ser cuestionadas. Eso es lo que fundamentalmente hace un instrumento de dominio.

Río de Janeiro.

La relación entre el diseño, la arquitectura y el colonialismo, pasado, presente o futuro, es por tanto un tema difícil de atender por muchos diseñadores y arquitectos. Por supuesto, esa dificultad es de algún modo proporcional al privilegio que implica su propia posición en el sistema de dominio, particularmente en su forma más expandida, la supremacía blanca, aunque no es exclusiva de éstos pues la misma profesión de arquitecto constituye una posición de poder en cualquier sociedad.

Esta observación no pretende regresar a la concepción obsoleta del arquitecto como cierto tipo de deidad, sino que más bien insiste en el hecho de que la arquitectura, como disciplina, va más allá de la agencia personal de un arquitecto individual y que desde dentro, se requiere una intencionalidad ferozmente determinada para cuestionar cualquier sistema de dominio, particularmente racial.

Mientras la intención de arquitectos y diseñadores puede ser irrelevante cuando se trata de reclamar intenciones benévolas mientras su trabajo desata efectos particularmente violentos sobre los cuerpos, es totalmente relevante para la construcción estratégica de una lógica distinta. Así como debiéramos enfocarnos menos en qué acto o lenguaje particular etiquetar como racista y más en qué posición ocupamos y cuál tomar en un sistema fundamentalmente racista, deberíamos asumir una posición como diseñadores y arquitectos. Si seguimos ignorando estos temas, necesariamente nos colocamos en la posición de reforzar el sistema, más allá de si nos privilegia o no.

El diseño de arquitecturas que reten al neocolonialismo no puede concebirse ingenuamente en la indiferencia de una esquema social de dominio entre cuerpos. Requiere construirse fundamentalmente en su contra, sea cambiando la orientación de la violencia inherente de la arquitectura o, alternativamente, mediante un “no” constructivo como respuesta a encargos en los que el actuar del diseñador no sea suficiente para lograr ese cambio de orientación —la construcción de un edificio de apartamentos gentrificador, por ejemplo.

De hecho, no se implica que necesariamente los diseñadores y arquitectos tengan control sobre el tremendo poder y la violencia que la arquitectura puede desplegar sobre los cuerpos. La arquitectura es un instrumento político estructural, lo que quiere decir que involucra una variedad de actores decisivos, entre los que los arquitectos ocupan una porción menor —algo que “descubren” normalmente con gran frustración.

Hay por tanto una necesidad para que simultáneamente entiendan su gran responsabilidad así como la humildad que debe caracterizar su posición —lo que puede parecer una contradicción a primer vistazo no debe percibirse así en razón del argumento que aquí se presenta. La estructura característica del racismo requiere que cada uno de nosotros esté al tanto de su responsabilidad, sea como diseñadores (es decir, como actores en la concepción de esas estructuras) y como cuerpos necesariamente involucrados en la categorización normativa alrededor de la cual se construyen esas estructuras.

El futuro, por tanto, puede que sea más “buenos” muros que Zaha Hadid —y menos diseños de autos voladores que las promesas de campaña del nuevo presidente de los Estados Unidos.

Siendo los arquitectos expertos en ese tema -los muros- su responsabilidad es involucrarse en esa visión y, tal vez, encontrar maneras para pensar una arquitectura contra su propia lógica, capaz de producir condiciones de resistencia.

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Este artículo forma parte de una colaboración con Arquine y fue originalmente publicado el 12/06/19.


Fecha de Publicación:
Martes 14/11 2023